jueves, 29 de noviembre de 2007

CANDELA-BEATRIZ

CANDELA, BAJO LAS NIEVES DEL MONTE FUJI

Candela nunca estuvo en Japón. El único contacto que tuvo con la cultura oriental era la estampación de motivos nipones -una rama de cerezo en flor, el monte Fuji coronado por las nieves- que adornaban el papel de leja de la casa en la que servía.

En vida nunca se le conoció vocación literaria. No escribió en presencia de don Amancio, si exceptuamos una vez que tuvo que garabatear, con cierta dificultad, la dirección de unos familiares lejanos a los que deseaba mandarles recado de que don Ramón padre había fallecido en la víspera y que de ahí en ocho años comenzaba uno de los lutos más rigurosos que se recuerda en el pueblo de Valladolises. A partir de entonces, no sólo no escribió nada más, si exceptuamos una lista de haberes y deberes que se conversa prendida al travesaño de la techumbre que cubría su habitación junto a las bestias, sino que dejó de hablar y empezó a comunicarse con una especie de gruñid

os, mitigados por el dolor, que don Amancio y su esposa Amalia, entendedores del trance por el que ésta pasaba, entendían como un sí o como un no, según las circunstancias y la conveniencia.

Sin embargo, al revisar los cuadernos de don Amancio, en concreto el penúltimo, que es en realidad no un cuaderno propiamente dicho sino una recolección de hojas sueltas sencillamente encuadernadas con la habilidad de un talabartero, allí aparecen con una caligrafía infantil, redondeada -no obstante- con cierto primor, frases aparentemente sueltas, azarosamente dispuestas en los márgenes de las páginas que ocupan otros escr

itos ennoblecidos de alguna forma por la letra impresa de la corona portátil con la que escribía don Amancio.

Fue precisamente su viuda, doña Amalia, en el escrutinio de los papeles del antólogo que siguió a su muerte, la que leyó por primera vez en voz alta aquellas frases que hilvanadas cobraban un nuevo sentido. “Tonterías de Candelica, dijo, cositas que escribió en los cuadernos la nieta de nuestra asistenta”. Pero al indagar con la discreción que nos caracteriza sobre el paradero de Candelita, nos encontramos con una adolescente enmarañada en el mundo intelectual de la Vale y el Super pop que no supo a lo largo de la conversación que ni remotamente de qué hablábamos.

Fue Candela, la hacendosa, la que en esas hojas sueltas que tiraba don Amancio a la papelera para recogerlas arrepentido al día siguiente y alisarlas con la plancha bajo un paño de lino, fue ella la que escribió unos hermosos versos a medio camino entre el haikú y el repentismo. Así hoy junto a los poemas de otros que el tiempo ha justamente olvidado quedan estas palabras, estas exaltaciones líricas, como unas glosas silenses del siglo XX, que muestran la emotividad de un ser anónimo que nunca quiso ser lo que fue, una voz entre los ecos.

Como muestra, y como final de esta semblanza, he escogido el siguiente texto que ilustra perfectamente la habilidad innata de Candela para la intensidad:

Se desliza la plancha
Sobre los campos de algodón de unas camisas.
Primavera se acerca.

Por el licenciado Aguilar.


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BEATRICE


Este licenciado quiere hacer constar, en primer lugar, que ha roto relaciones con doña Amalia y que, de ahora en adelante, no dispone de otras fuentes que unos pocos legajos manuscritos y el aliento con el que su maltrecha memoria pueda adornarlos. No se trata de dar razón aquí de la discordia qu

e ha surgido entre la mujer de don Amancio y un servidor, tanto más cuanto ella vive y yo no puedo sino estarle agradecido por haberme permitido hurgar entre los papeles de su marido durante todo este período.

Sin entrar en más detalles, diré que ha sido Beatrice la causante de esta situación. Beatrice es la hija de la señorita Luna, para quien Candela lavaba, plisaba faldas, zurcía medias y bordaba enaguas. Beatrice. Beatrice era la niña en la sombra, la devoción de doña Amalia, su protegida. Doña Amalia se quería su mentora literaria y siempre la mantuvo lejos de don Amancio, a quien ocultó todos los escritos de la chiquilla, qu

e apuntaban desde muy pequeña ya muy buenos detalles. Pero Beatrice, llegada la edad adolescente, renegó de doña Amalia y se dejó querer por don Amancio, más que por ver alentados sus primores literarios, con la idea de que don Amancio le presentará al director de Radio Juventud de Cartagena y le abriera las puertas a una carrera radiofónica en aquella emisora.

Para la sensibilidad poética ya estaba Ca

ndela, con quien la niña Beatrice había compartido juegos, y ya de mayor, a sus hermosos diecisiete, ciertas confidencias de mujer a mujer. Ella quería la radio. Así, Beatrice pasaba las horas escuchando las entradillas de los programas culturales, los que más le gustaban; esperaba luego con ansiedad la presentación del personaje de la entrevista del día, disfrutaba el juego de preguntas y contrapreguntas, y lo más, pero lo más, la frase con que el locutor-presentador despedía al entrevistado y luego, con aquella música de fondo, el programa todo, "y hasta la semana que viene".

Luego se matriculó en periodismo y en tre

s filologías, trabajó en la Radio Juventud de sus amores y afinó hasta el extremo la redacción de entradillas, al punto de que algunas de ellas forman parte ya del acerbo fraseológico de la radio. "Hoy les ofreceremos un programa muy especial", "hoy tenemos con nosotros a la flor y nata de la cultura murciana", "Un personaje que no necesita presentación", "pronto darán las diez", "nuestros queridos oyentes", "a continuación las horarias, todas las noticias, y luego volvemos" o "tras la publicidad, tendremos con nosotros a…" son remedios radiofónicos de su creación. No planchó algodones para la primavera, pero cada minuto de radio de que dispuso la hizo feliz. Soltera de por vida, pero feliz.

Y perdóneme, doña Amalia, perdóneme.


El licenciado Lorente



domingo, 25 de noviembre de 2007

HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


Aparece Hilaria en el centro de la foto junto a su madre y sus hermanos mayores Paquita y Luis, si damos crédito al testimonio de Enrique Humanes, que rondó a la joven a los diez años hasta que su madre se deshizo de él con males artes ya que era sustancialmente pobre.
Hilaria quiso escribir y lo consiguió. Durante diez años la sección de libros regionales de El Corte Inglés estuvo abarrotada con su obra. Tantos títulos en tan poco tiempo que supusieron, al final y, por qué no decirlo, también al inicio, una debacle en sus aspiraciones.


Vecina de Puente Tocinos, casó joven con un hombre de posibles, el constructor Macías Hidalgo, que la mantuvo y veló por los caprichos de la moza, con la única exigencia de que viviera para él. Esta petición, nimia al principio, esta promesa de enamorados cargada de hipérbole y de metáfora, se convirtió en una carga difícil de soportar con el paso del tiempo.

Al principio la joven Hilaria aceptaba de buen grado los dones de su nuevo estatus social y recompensaba a su esposo con la dedicación propia de una esposa. Frecuentaba, no obstante, las tiendas de moda más renombradas, los sastres más puntillosos y las peluquerías más chic de la ciudad. Pero a cambio debía estar en casa a las siete, atender a su esposo, criar a los hijos, atender el teléfono y visitar a sus suegros un día sí un día no, cosas que por otro lado no estaban mal si no hubiera sido porque Hilaria quería ser otra cosa. Hilaria quería escribir. Tales ínfulas de escritora las había guardado en silencio, quizás por culpabilidad, ya que siempre las asoció a su primer amor, Palmiro García, del que ya dimos noticia aquí, al que conoció y amó a la tierna edad de los catorce años.Después de su primera crisis de ansiedad, el esposo conoció la oculta vocación de su compañera y se dispuso a satisfacerla. El primer libro editado por MH editores (es decir, por la editorial que para tal efecto creó el marido, Macías Hidalgo) apenas constaba de cincuenta páginas con poemas arromanzados, que recogían la tradición más popular que Hilaria había aprendido de la gente de la huerta. Todos los poemas estaban dedicados a personas conocidas. Su segundo libro, publicado tan solo cuatro meses después, ya inicia un proyecto más serio, un proyecto que consistía en escribir un libro dedicado desde su inicio a uno de sus seres queridos, así hasta completar la nómina de catorce que contabilizó entre padres, suegros, hermanos, marido e hijos. Y tal empeño puso en la empresa que al cabo de un año y cinco meses había concluido y editado el último de ellos. A partir de ahí continuó con misceláneas, libros de citas, de rezos, de canciones para recitar mientras se hacen las labores, etc. Hasta un total de 92 libros en diez años.

Esta proliferación tuvo sus consecuencias negativas. No consiguió una crítica favorable en un mundo donde la publicación ingente de obra va acompañada del descrédito. La prensa especializada empezó por tildarla primero de una Vázquez-Figueroa, después de una Corín Tellado e incluso finalmente, en varias críticas inéditas ya que la aparición del nuevo libro las hacía carentes de actualidad, de un nuevo Lafuente Estafanía.

Podríamos pensar que con esta producción sería fácil encontrar hoy día algún ejemplar de sus obras. Todo lo contrario. Debido a esta hecatombe crítica, a esta saturación de los anaqueles de las librerías sin respuesta del mundo literario, Hilaria Martínez entró en la segunda crisis de ansiedad que se le conoce en vida. Su marido reúne el dinero que le queda y contrata a una serie de detectives y usureros que se dedican durante varios año a recuperar cada uno de los ejemplares de su esposa. Esta labor exige unos esfuerzos que acaban dejando maltrecha la economía de la familia. Después eliminaron los encartes, las invitaciones a las presentaciones de los libros, las dos o tres reseñas en las páginas de sociedad, hasta que finalmente, Hilaria Martínez dejó de ser escritora, dejó de existir para un mundo que tampoco la quiso. Extrema en todo vivió hasta los setenta años. Murió en silencio, tal y como vivió después de apostatar del mundo de las letras.

Los licenciados Aguilar y Lorente.
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LA OTRA CARA DE HILARIA MARTÍNEZ DE LA OCA


De
tal forma le insiste su padre, allá en su primera juventud de los años sesenta, que si aprende a mecanografiar tendrá un futuro, que ella se formará la idea de que, a más escribir, más futuro. Pronto, incluso, lo hará a mano, como el niño que se lanza a caminar sin andador. Una profesora, algo cursi, le celebra sus “Cien sonetos dedicados a la rosa”, y termina de alentarla en sus propósitos grafómanos. Así concluye pronto “Quinientos tercetos a la margarita” y aun “Mil décimas al jazmín”.

Un hombre algo mayor que ella, nada versado en poesía, se emociona sin embargo, embargado por sus versos: quizás porque es exportador de flores. Se casan y la lírica emoción pronto deviene para él aburrimiento, quizás cuando ella empieza a emitir interjecciones rimadas en los momentos íntimos.

Cuando, en su primer recital público, declama:

¡Que gira, que gira
la flor que no te mira!
¿Cómo huele?
¡Como suele!

se registran entre el público tres paros cardíacos, cinco ataques epilépticos y ocho gastroenteritis súbitas; pero ella continúa impertérrita:


Porque el gladiolo es rojo
y el jazmín es blanco,
yo ya no me enojo,
que enojos no quiero,
si te haces conmigo el manco,
mi buen Jardinero.


Sus últimos biógrafos citan estos últimos versos para aducir problemas en su matrimonio. Por esta época, empero, unos estudiantes bromistas reordenan algunos de sus versos de forma caótica, con el procedimiento del cut-up o recorta y pega, y el resultado lo cuelan como de vanguardia en una revista universitaria. Nuestro antólogo Don Amancio Vespertino pica, después de sortear los clásicos resquemores que su señora doña Amalia suele mostrar cuando aparece una poeta o poetisa a la que antologar –máxime si es notorio que el matrimonio de la poeta hace aguas de la peor forma. Al poema irracional y manipulado acompaña una breve reseña biográfica, esta sí real, y merced a esa mezcla, y a pesar a ciertas reticencias de la inteligentzsia murciana, nuestra autora es aupada a la calidad de legendaria, sobre todo por parte del incipiente movimiento punk de la ciudad, en concreto del sector más leído de los de las cresta y el imperdibles, que la proclama como la mejor vate viva.

He aquí un ejemplo de su poema manipulado hacia la vanguardia.

Si de mi la estrella la espina caracoles hete
Que en los campos el fango al salir troncha y mete

Mientras su vida real se va tornando un progresivo infierno ante las cada vez más notorias y numerosas infidelidades del exportador, ella se concentra de forma obsesiva en la escritura: pronto culmina cien extensos libros de poemas. El marido crea gustoso un sello editorial ex profeso para ellos: la absorbente labor lírica de Hilaria le deja vía libre para sus aventuras extramatrimoniales. Sólo en algunos de estos versos nuestra autora deja aflorar los amargores que no tan en privado le causa su pareja:


Mi corazón es un velcro
desgastado de sufrir
tus idas y venidas,
últimamente, más bien,
las idas… de tus amantes
y tus escasas venidas.

También compone su primer diálogo dramático para niños, de título: “Abejita, ¿por qué gritas? Grito yo, que “m´as picao”. Y es que, ante el cansancio de la grey avant-garde, prueba con auditorios infantiles. En tres colegios públicos sucesivos, los chiquillos acaban llorando tras dos horas seguidas de recitado.


Cansada ella también, pero de la temática floral tan sólo, prueba con la entomología. Pero con la entomología aún, ay, lírica. Sus libros siguen reproduciéndose por centenares: la mala conciencia del marido permite que los estantes de las grandes superficies comerciales se vean inundados por la producción de Hilaria.

Hormiguita, tienen tus pasitos
a mi ojos ahítos.

Y, reflejando su depauperada vida íntima con imágenes infrecuentes en sus versos (y para algunos, incluso, obscenas, tesis de escaso crédito a nuestro juicio cuando estos mismos críticos enjuician también de explicitud sexual versos como los ya citados de “Mi corazón es un velcro”):

Qué prodigio, saltamontes,
son tus ancas con que brincas
y tus muslos, qué feroces
cuando al sol brillan.

¡Salta el monte al relente
pero no tanto el llano
y en el valle detente
aunque sea por un rato!

En este punto, y a a la altura de los años ochenta, Green Peace decide intervenir ante el titánico gasto de papel de nuestra autora con boicots a recitales y en puestos de venta, aunque la temática de sus versos, el mundo vegetal primero y después el de los insectos, divide a la organización. ¿Enemiga o aliada? El debate se extiende y genera una controversia nacional. En algunas pancartas puede leerse:

“No los quemaremos porque queda bastante feo.
Pero, ¿qué hacemos con tanto papeleo”.


Las manifestaciones se suceden junto a montañas ingentes de libros, pues nuestra autora ya había dado a la sazón y a la imprenta más de mil títulos. Una nueva palabra deviene mágica y redentora para el caso: reciclaje. Arquitectos proponen dúplex, casas unifamiliares y urbanizaciones-colmena en la costa para sajones jubilados con libros como sillares. Amén de, interioristas, muebles, y cortinas con papel de versos; con ídem modelos los diseñadores…

Ante la incontestable celebridad del caso el marido, también notorio e incontestable infiel, decide romper con todas sus amantes y construir un monasterio apartado, cerca de Puente Tocinos, para recluirse con su mujer. Él, en penitencia, lee uno a uno los más de mil libros de su esposa y promete aprendérselos de memoria. Morirá pronto de un colapso nervioso. Ella aún vive, considerada por muchos la Santa Teresa de la Nueva Era, o de la Era en que al Fin Imperará lo Cursi como Forma y Medio para Redimir al Mundo. Sigue abierto el debate de qué hacer con sus libros: muchos se reciclan en secreto y se revalorizan acto seguido, creándose todo un mercado negro en derredor. Sus fanáticos, empero, los atesoran como si se tratase de palabra revelada.


¿Cómo estas lágrimas reciclar
y que mi dolor haga generar
tu sonrisa, si no tu carcajada,
mientras mis libros, a horcajadas
siguen de los estantes comerciales,
ignorados por las gentes principales,
que es decir y escucha, pues no miento:
aquellos a quienes la poesía les importa un pimiento?

Este último verso inaugura su tercera y última etapa, denominada por sus más capaces estudiosos como “definitiva”, “verdadera” o “suficiente”, en la que compone sin escribir, tan sólo en su cabeza, y obsesionada por inundar su hortus conclusus de plantaciones de hortalizas. Todas las noches realiza lo que paparazzis apostados en el exterior, vigilantes con sus teleobjetivos, y catedráticos y exégetas, apostados en sus despachos y vigilantes de sus volúmenes de Quintiliano y Dioscórides, denominan “ritual de los rábanos”: Hilaria los tritura con saña mientras invoca una y otra vez, entre versículos incomprensibles y, mucho nos tememos, ya dementes, el nombre de su fenecido marido.


Por el Licenciado López


jueves, 1 de noviembre de 2007

PALMIRO GARCÍA

DEDICATORIAS...

A los doce años, Palmiro tomó la determinación de ser escritor, pero no lo fue. De antes, de unos años antes, se cuenta la anécdota del niño diciendo, a quien lo escuchara, que de mayor quería ser, y en ese instante engolaba la voz, “ingeniero” y “poeta”. Como si de un binomio fantástico de Gilberto Sánchez, se tratase. La verdad es que nunca supo suscitar la atención de los otros. Su obra obviamente tampoco. Ni de pequeño, ni de joven, ni aún de adulto.

Tenía todo lo necesario, orientó su vida –como aconseja Rilke en sus Cartas a un joven poeta- para ser escritor: frecuentaba tertulias, recitales, saraos literarios, a veces en busca de una cena frugal pero gratis, otras con la intención de conocer a algún editor, o a algún escritor de quien copiar ademanes, tics o expresiones que sin duda revelarían la verdadera naturaleza del artista. De esa época de efervescencia “literaria” –entrecomillamos- viene su impostura de afirmar que sufría un trastorno bipolar, que sólo él -el trastorno- en sí mismo, justificaba con creces sus grandes dotes para la mentira artística y mágica de la creación sin ambages.
Antonio Machado, poeta al que
admiró profundamente Palmiro.

Que lo único que conservó don Amancio de Palmiro García fuesen unas cuatro libretas moneskine negras llenas de garabatos, se explica desde esa obsesión por el mundo circundante de los escritores. Cuatro libretas donde no hay ni un solo texto literario, pero llenas, a veces con ternura, otras con una maldad propia sólo de los tontos, de infinidad de dedicatorias. Quien lo conoció sabe que intentó escribir, pero que sólo llegó a esbozar estas líneas.
Don Amancio en su bondad de crítico piadoso quiso creer y creyó en estas palabras con una fe literaria, hasta el punto de que preparó para su antología algunos de los textos que Palmiro escribe pensando en los futuros destinatarios de sus libros, como el que prepara para su amigo Diego Morales, profesor de francés, al que le espeta: “Querido y buen amigo, que estas líneas no se adelgacen en el futuro, que por el contrario sigan como tú”. Parece ser que el señor Morales, algo tendente al sobrepeso, pero de figura esbelta y saludable, le retiró el saludo cuando se le refirió estas alusiones, de alguna manera insidiosas, hacia su persona. O esas líneas que prepara para lo que podría haber sido su primer libro de poemas (de haberlo escrito) y que tienen como destinataria a su querida esposa en el día de su cumpleaños: “Estas palabras nacen de ti, pero obviamente te sobrepasarán. Piensa en Ronsard, tú mi Elena, algo ya encorvada leyendo mis poemas”. No creemos ni que la rima interna sea fortuita ni que a su señora le hiciese gracia la alusión al poeta de la Pléyade, aunque sí sabemos que terminó solo tal vez como resultado de su extraña dedicación.

Así continúan sus cuadernos. Frases como “Que encontréis en estas páginas la belleza que no conocéis”, “Amigos mío, afortunados” o “Ejemplos y faro de mis letras” que prepara para un grupo de conocidos como futura dedicatoria del libro futurible de semblanzas Chulas y proxenetas.

Cosas así, que pudieron disculparle y que le disculparon, efectivamente, con el silencio justo que pone a cada uno en su sitio.



El licenciado Aguilar

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ORÍGENES...

PALMIRO GARCÍA nace en el seno de una familia dividida: si su madre es forofa furibunda del Betis, su padre, no menos furibundo, lo es del Barça. Si asisten con el pequeño a algún partido en la ciudad condal, mientras el padre jalea y grita ella hace ganchillo impasible y responde a los goles azulgranas con gesto de desprecio mientras sigue su labor. En la capital hispalense, mientras ella se desgañita, el ganchillo, el desprecio y etcétera lo hace el marido. Aunque la practiquen de espaldas el uno al otro, es su única labor común: se conocieron en un curso de la Universidad Popular de su pueblo. Un curso de ganchillo.

Una tarde, intentando alcanzar una caja de galletas y encaramándose con dificultad a un armario de la cocina, a Palmiro se le viene encima un enorme canastillo situado en precario equilibrio en la parte más alta; el chico es sepultado bajo toneladas de tapetes, cortinillas de encaje y una larguísima variedad de ropa interior, toda de ganchillo y toda similarmente incómoda por lo que pica en contacto con la delicada piel a la que está destinada cubrir: una de las prendas que de forma más frecuente se preparan y regalan los cónyuges el uno a el otro.

En estado de shock, nuestro poeta atraviesa un macabro sueño avanzando por un túnel constituido por un enorme tejido de hilos blancos, telaraña inmensa, siniestra por la densidad que alcanzan en ella los pespuntes del ganchillo, clastrofóbica por su escaso diámetro. Pronto ve una luz que le guía a un previsible final, y la luz consiste en una visión que le perturba: en un tranquilo huerto y bajo profusión de palmeras ve a sus padres muy jóvenes; se abrazan dejando olvidados a sus pies, cerca de sus cuerpos yacentes, en la hierba y a la sombra de las palmas, bolillos, largas agujas, carretes de hilo y otros enseres para hilar. Palmiro aparta los ojos ante el inédito espectáculo y la progresiva torridez de la escena: comprende que ha regresado al pasado y presencia el momento previo a su concepción.

Los sopapos de la madre y el vinagre del padre lo traen de vuelta a la cocina. Pero él ha traído a la luz de lo normal y el día una visión trascendente: ha viajado al más allá para traer consigo, así lo considera, la clave para salvar el amor entre sus padres. Esa noche confirma la teoría de su misión al levantarse de la cama para ir al baño: desde el pasillo ve que pasan por televisor una película de ciencia-ficción con fama de abstracta e incomprensible. Sus padres se hallan uno a cada lado de la sala, como acostumbran: lo más lejos posible el uno del otro. Ella en su mecedora pegada al hueco de la escalera descendente, al fondo oeste del salón: un meneo con algo más de arco en el trasto móvil heredado de alguna abuela la precipitaría escalones abajo hasta el sótano. El padre, encaramado a la ventana que da al oriente y con medio cuerpo fuera, exhala hacia la calle el humo de uno de esos cigarrillos que ella detesta.

Entonces ve Palmiro una de las escenas finales de la película 2001: un niño fetal orbitando en torno a la nada, el mismo vacío, piensa por ejemplo, que separa a sus padres. Identificado con ese muñeco cabezón fruto de los efectos especiales, entiende que la clave de salvación del vacío es él mismo.

Como fuera de esa escena reveladora el resto del film es incomprensible, decide practicar un género igualmente incomprensible, pero que el confía terapéutico para sus progenitores: la poesía. Escribe trescientos sonetos absurdos e imposibles. El estupor de sus padres, que por otra parte no habían pasado, en sus lecturas, del Pronto (y sólo cuando regalaban pegatinas de V), los lleva con el crío y sus folios a la consulta del psiquiatra. El facultado, a la sazón admirador de la tradición lírica neoclásica, ante el despropósito lírico sugiere internamiento.

En su confinamiento, Palmiro contempla un día un partido de fútbol que acaba antes de la primera parte con el personal del centro y los enfermos envueltos en una descomunal trifulca. Entiende el suceso como segunda revelación: entretejiendo metáforas e hilando versos salvará aquello que su propia casa o la pista de deportes del psiquiátrico metaforizan a la perfección: el mundo.

Para aprender las artes poéticas cursa por correspondencia estudios de ingeniería, pues quiere para su proyecto mecanismos de ciencias experimentales y prácticas que actúen sobre el mundo. Los mecanismos en rigor líricos decide aprenderlos en tertulias, recitales y demás saraos de una vida literaria sobre la que he leído en gastados volúmenes decimonónicos conservados en la biblioteca del sanatorio.

Una vez es licenciado en su carrera universitaria y licenciado también, al poco tiempo, en cordura, se encamina al abordaje de cafeterías y todos aquellos lugares donde sospecha pudiera esconderse el numen creativo. Los testimonios en esta época de su vida son confusos, pero parece que una vez, emocionado al encontrar al fin un bar que parece de artistas tras deambular por innumerables garitos de macarreo y modernez o de ambas cosas, decide convertirlo en vivienda propia. Algunas personas que le han cogido cariño intentan que deponga su actitud mientras la policía viene en camino para desalojarlo de la habitación de las bombonas de gas para los grifos de cerveza.

Años más tarde lo encontraremos mal casado y con amigos dudosos, ha engordado veinte kilos y escrito miles de versos que nadie ha escuchado o leído. Convencido por su entorno de que no debe salvar al mundo sino más bien tomarse las cosas, en general, con más humor, parece que se da un giro de timón en su producción: terco en sus propósitos redentores, cifra ahora en el choteo y el chascarrillo su piedra filosofal. Transmutación, sí, pero ¿salvación?

Las muestras de dicho cambio coinciden en mis investigaciones con las aportadas por mis compañeros como maldades; yo debo decir que no son más que torpes balbuceos de su recién estrenado sentido del humor, o lo que Palmiro entendía por éste. Mas dichas muestras decrecen con el tiempo, al igual que la salud de su mujer, que no estaba para chistes malos. En sus últimos días, viudo y ya de vuelta en su pueblo, logra dar su primer recital lírico en el todo a cien de su prima: lee tres sonetos que aún conserva de su infancia y una reciente súplica en tercetos encadenados al ayuntamiento, como respuesta a unas requisitoria de embargo de la casa que sus padres, al morir, le dejaban en herencia.

Ante el atribulado auditorio –tres señoras mayores con problemas de oído y un señor de edad también que las viene siguiendo desde que las vio y las piropeó sin éxito, y lo sigue haciendo terco desde que abandonara la terraza de un bar y dejara a medias su tercer chinchón-. La obesa tía de Palmiro, copropietaria con su hija del local, tropieza con la columna de utillaje de plástico para cocina que se amontona hasta el techo al ver a su sobrino declamando versos subido a uno de los enganches para hules y manteles de plástico.

Una vez se calma el estropicio de cacharros Palmiro, desde la alturas, y dando por concluido el recital, proclama hierático: “Gracias a todos por venir, y si vengo gracias que a lo mejor no lo hago”.

“Ni falta que te hacía”, gritó la prima. Vivió con ellas el resto de sus días. Por las mañanas se apostaba con una mesa y una silla de playa en una esquina frente a la tienda, escribiendo pareados amorosos por encargo a diez céntimos.


El licenciado López

sábado, 27 de octubre de 2007

GILBERTO "BINOMIO" SÁNCHEZ

PRIMERA NOTICIA...

Gilberto tuvo la suerte de viajar a Italia al terminar sus estudios universitarios. La suerte o la desgracia. Nació en el seno de una familia de estatus medio de Archena que, no sin ciertas dificultades, consiguió que su criatura, con libros prestados y ayudado por la maestra del pueblo, hiciese bachillerato y luego asistiera a la Facultad de Magisterio.

No se sabe, o no se ha querido referir las circunstancias de su viaje a Italia, pero lo cierto es que del año 1972 tenemos una foto en la plaza Navona, junto a la Academia Española, está flanqueado por un grupo de alumnos italianos con los que ha asistido a una conferencia de Rodari. En honor al pedagogo italiano aparecen todos disfrazados con ropa vieja. Conviene recordar que Rodari creía que uno de los mejores juguetes que había dado a sus hijas era un baúl de ropa.

De esas fechas, además, datan dos artículos, que bajo el nombre de Gilberto Il Spagnoleto, aparecen en Pionere, semanario de inspiración democrática para niños que dirige el propio Gianni Rodari. Desconocemos si es nuestro personaje, pero podemos considerar dicha suposición lo bastante acertada como para traerla aquí.

Su obra pudo ser brillante, pero no lo fue. Se quedó atrapado en uno de esos juegos del maestro italiano y no supo, o no quiso, prosperar.

A Gilberto sus compañeros empezaron a llamarlo Gilberto Binomio a partir de una serie de textos que les pasó manuscritos. La técnica era sencilla: miraba a izquierda y derecha, cogía dos palabras al azar, y escribía textos breves, llenos de gracia e ingenio, aunque no siempre conseguía estar a la altura. Entre la greguería y el absurdo o entre la sentencia barroca y la lucidez extrema.

Hasta aquí todo estaría dentro de la normalidad, si no hubiera sido porque esta - llamémosla- elección estética, se convirtió en una elección vital, psicológica, ontológica, en última instancia. Gilberto Sánchez, Gilberto Binomio Sánchez, pasó los últimos años de su vida en el psiquiátrico de El Palmar.

Con la mirada perdida, de pronto sonreía con una lucidez extraña, después pronunciaba tan sólo, únicamente, dos palabras. Luego tal vez se barruntara asociaciones imposibles que masticaba durante horas en sus adentros.

Don Amancio en el borrador de su antología recoge algunos de estos textos. Sirva de ejemplo el que titula: Perro alcachofa.

“El perro Aparicio tiene corazón de alcachofa, por eso husmea las mondas de limón,
para que no se le ponga negro el corazón como la pena.

El perro Aparicio sueña bajo la canícula con que una noche en su pecho se abra el cielo azul de la flor de la alcachofa.

Mientras, el perro Aparicio espanta las negras moscas con el rabo”.


Por el licenciado Aguilar.

SEGUNDA NOTICIA...

Pero refiere don Amancio que Gilberto Binomio era un ser huraño, tieso, muy apegado a su silla en las tardes de invierno, mirando por la ventana, como un ser triste que hubiera sabido de las mieles del hermoso mundo y no hubiese podido catarlas.

Cuenta que hubo más pena que gloria en su paso por Italia, que en Piazza da Fiori recogía flores secas y tallos desenhebrados, como hilos sueltos de una madeja imposible. Que hacía colección de restos de cigarrillos y de cajas de cerillas que encontraba por los suelos, pisoteadas, ora mojadas, ora resecas.

Cuenta don Amancio que en aquella conferencia de Rodari pudo verse, entre cortinas, a Gilberto Binomio tomando notas, compulsivo, pasando hojas, mirando a diestra y siniestra, embastando la pregunta que habría de hacerle al conferenciante al final del diserto. Cuenta que Gilberto Binomio se agitaba nervioso, mirando los cogotes de los niños y los padres, alzando la cabeza por si atinaba a leer qué cuestiones pensaban lanzarle aquellos. Cuenta que no más alcanzó el fine el bueno de Rodari, se lanzó como una lanza pregunta en ristre: Allora, se la vita non la voglio di più, la letteratura cosa può dire della vita? ¿A qué juego –y esto ya no lo dijo en italiano- puedo jugar? Rodari miró inquieto hacia aquella sombra y contestó, más temeroso que seguro: Sará lei chi lo dicha nella mia publicazione, in due parole, settimana settimana. Dicho y hecho. Los dos artículos, de apremiante brevedad, a que ha hecho referencia el licenciado Aguilar rezan como siguen:

- Sgomento e fasciatura (temblor y vendaje)

- Cerino e scappata (cerilla y huída)


Apreciamos aquí una diferencia sustancial con lo que luego sería la técnica a la que aludía Aguilar, más apegada a la tierra y sus atributos circundantes. En la etapa italiana, un temor abstracto irradia los textos, carentes de ironía o humor, lejos, muy lejos, del gracejo de la greguería o de la impronta grácil de la ocurrencia. Podríamos decir que Gilberto buscó binomios perfectos, telúricos, sin falla. Podríamos decir que buscó asideros ciertos, puertos protegidos, pues sólo ante enemigos corporizados era posible la sonrisa, el desparpajo, el afán de seguir viviendo.

Cuenta don Amancio que siempre tuvo simpatía por el bueno de Gilberto. Que a veces acudía a visitarlo al Román Alberca, provisto de un variado repertorio de productos y enseres varios con los que azuzar la mente binomial de Gilberto: mochos de escoba, grapas, mariposas disecadas, pañuelos moqueros bordados con las iniciales G.B., de mano de doña Amalia, lapiceros, corchos de Möet Chandon, etiquetas de Chianti y otros abalorios.

Cuenta don Amancio que nunca le llevó ni miedo ni pena ni felicidad ni memoria ni sueños ni cansancios. Que no se los llevó porque con ellos Gilberto acaso hubiera contestado la pregunta que formuló a Rodari, y no hallara más sentido a los binomios, acaso sólo al final, al último, al muero y adiós. Y eso don Amancio no se lo hubiera perdonado jamás.


Por el licenciado Lorente



TERCERA NOTICIA...

El fruto de mis investigaciones en torno a la vida y la obra de Gilberto Sánchez no se aparta demasiado del ofrecido por los sabios y temperados sarmientos de las de mis compañeros; pero acaso ofrezca algún punto insólito, quizás por no defraudar a la costumbre -que entre nosotros y de algunos siglos a esta parte, de modo general, deviene en ley- de que se espere en mi trabajo una cierta inesperabilidad.

Se han centrado mis pesquisas, fundamentalmente, en un libro aportado en alguna bibliografía por nuestro Amancio Vespertino, Gilberto Sánchez o la ambinomigüedad (sic), debido a la pluma del hijo del conocido poeta surrealista Robert Desnos, el teórico y tenista amateur Roberto Manuel Desnos, actualmente y por otra parte catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Pompillo de Calandria, Albacete.

Mi sorpresa fue mayúscula al tratar de conseguir dicho tomo. Inencontrable en librerías, me desplacé hasta Archena en la suposición de que debía conservarse allí algún ejemplar. Apapucio Bermúdez, periodista archenero, y en la mejor tradición de la novela negra, asisitió a mi desconsuelo en la barra de un bar del pueblo tras cuatro días de búsqueda inútil por mi parte. Afuera tronaba y diluviaba como suele sólo en los menos sólidos argumentos.

-Ese libro no es popular aquí –me dijo-. ¿Cómo reacciona un pueblo como el nuestro, que ama a sus poetas, cuando alguien de fuera cuestiona al vate mayor de la comarca?

Con todas las papeletas perdidas para mi aventura, y además mojadas por la lluvia, me dispuse a cruzar la vía principal camino de la parada del autobús. Sorteando los charcos de una callejuela en sombra, me salió al paso un tipo bajo y encorvado bajo su guardapolvos pasado de moda. Mordía un mondadientes y se autodeclaró ratero. No era un ratero cualquiera. Nunca sabré si, como sospecho, Apapucio Bermúdez movió sus hilos; pero este pequeño diablillo de teatro de títeres se ofreció a entrar en los archivos del pueblo para conseguirme un ejemplar del libro a cambio de un par de golpetazos de ponche Caballero.

El trabajo de Desnos hijo, quizás barriendo para casa, desmonta o parece desmontar en un epílogo confuso la filiación entre Gilberto Sánchez y el famosísimo juego del “binomio fantástico” propuesto por Gianni Rodari en su Gramática de la Fantasía, en el momento en que cita la práctica surrealista de poner en relación ideas o términos absolutamente dispares. No contento con ponerlo más cerca del paragüas y la máquina de coser reunidos sobre la mesa de operaciones de la vanguardia histórica, establece una relación directa entre nuestro autor y su padre, ya no en razón de influencias rastreables en su obra sino en la curiosa costumbre de Gilberto, sospechosamente parecida a la puesta en práctica por Desnos padre en los cafés parisinos de los años 20 para pasmo de la clientela y deliquio del resto de la caterva surrealista, de entrar en una suerte de autoinducido estado de hipnosis o “trance”.

Coincide Desnos hijo en dos datos que aportan mis compañeros: situar a nuestro autor en Italia y calificar su ánimo de huraño. Pero aún más, Desnos hijo afirma que dicho carácter, que le granjea una vida social nula, le hace parapetarse, en triple pataleta idiomática, en la rama patafísica de la literatura francesa.

Y aún más -¿triple pataleta social tras pretender refugiarse en un numen poético que le fue también adverso?-: salpica sus apariciones públicas de raptos hipnóticos o de trance, en los que, para pasmo de los que coinciden en sus pequeños paseos por su barrio –pues en dichos paseos, básicamente, consisten sus “apariciones públicas”-, declama delirantes discursos.

Aquí entran las tesis de Desnos hijo. El tono admirativo de su trabajo, a pesar de que en él abundan los pasajes no poco confusos, ahuyentan el fantasma del plagio. Pero Desnos es categórico en una de sus páginas, acaso la razón de la mala fortuna de sus tesis en Archena, cuando reproduce uno de los mencionados raptos de Gilberto Sánchez.


El bebé gigante que anuncia las pinturas Cadum esperaba a sus visitantes en la isla de Cygnes, bajo el puente de Passy. Se comportaron como gente de mundo y la torre Eiffel presidió el conciliábulo. El agua fluía.

Los peces salieron del río, ya que estaban abocados desde hacía tiempos y tempestades al culto de las cosas divinas y al simbolismo celeste. Por las mismas razones, las palmeras del Jardin d´Acclimation desertaron de las avenidas recorridas por el elefante pacífico del sueño infantil. Pasó algo parecido con las que, aprisionadas en maceteros de barro, adornan el salón de señoritas mayores y el peristilo de las casas públicas. El aire se llenó del ruido de las ventanas al cerrarse y de sus fallebas plañideras. Bebé Cadum nació sin la ayuda de sus padres, espontáneamente.

En el horizonte, un gigante brumoso se estiraba y bostezaba. El muñeco de Michelín se disponía a una lucha terrible cuyo historiógrafo será el autor de estas líneas.

A los veintiún años de edad, Bebé Cadum alcanzó el tamaño necesario para luchar con Muñeco Michelín. Todo comenzó una mañana de junio. Un agente de policía que se paseaba tontamente por la Avenida de Les Champs Elysées escuchó de repente grandes clamores en el cielo. Éste se oscureció y, acompañada de viento, rayos y truenos, una lluvia jabonosa se abatió sobre la ciudad. En un instante el paisaje se hizo mágico. Los tejados, recubiertos de una ligera espuma que el viento arrastraba en copos, se irisaron bajo los rayos del sol reaparecido. Surgió una multitud de arco iris, ligeros, pálidos y similares a la aureola de las jóvenes tísicas, en la época en que formaban parte del imaginario poético. Los transeúntes paseaban por una nieve perfumada que les llegaba a las rodillas. Algunos empezaron combates de pompas de jabón que el viento arrastraba con infinidad de ventanas reflejadas en sus paredes translúcidas.

Después una encantadora locura invadió la ciudad. Los habitantes se desnudaron y corrieron por las calles rodando sobre la jabonosa alfombra. El Sena arrastraba capas grumosas que se quedaban paradas en los machones de los puentes y se disolvían en los firmamentos.

Tras este ejemplo de rapto poético en prosa -acaso plagiado si no se trata de un caso de posesión lírica y que daría otra dimensión a ese diálogo a través del tiempo que se da entre poetas según quería Eliot-, algunos, tal mis compañeros de tertulia, apuntan al regreso a España y unos últimos años en el psiquiátrico de El Palmar como colofón para la biografía de nuestro protagonista de hoy; otras fuentes, en hipótesis que puede coexistir con la anterior, hablan de una carrera final como prolijo y frustrado novelista infantil, aunque logró ser fugaz best-seller en dicho campo durante un curso escolar en tres pequeños pueblos de Minnesota, donde tres primos lejanos de Gilberto, de profesión maestros, después de traducir y autopublicar un título que a día de hoy desconocemos, lo propusieron con azarosa y fugaz fortuna como lectura obligatoria en sus tres respectivos colegios.

PS: Si acaso nuestro autor, como confusa y ambiguamente se sugiere en Gilberto Sánchez y la ambinomigüedad, hubiese llegado a plagiar a Robert Desnos en el “rapto” citado, de seguro se habría ayudado de la traducción de ©Lydia Vázquez Jiménez y Juan Manuel Ibeas Altamira (¡La libertad o el amor!, ©Editorial Cabaret Voltaire SL, 2007; edición original de ©Editions Gallimard, 1962)

Por el licenciado López




miércoles, 10 de octubre de 2007

MALDITOS I: LUIS SEOANE


En esta segunda entrega de la semblanza de don Amancio Vespertino y de sus antologados, este licenciado quiere hacer mención y desarrollo de una segunda antología, la de aquellos que tuvieron la desgracia de ser proscritos incluso de don Amancio, aquellos que por hache o por be en unas ocasiones, o por desprecio o inquina en otras, don Amancio ocultó al conocimiento general. E incluso al privado, pues ni doña Amalia tuvo noticias de esta ralea de escritores malditos, expulsados por su marido de la cata de las mieles de la gloria literaria y de las múltiples ventajas que la aparición en un florilegio como el de nuestro valedor hubiera podido reportarles. Como quiera que don Amancio no quebraba papel ni repudiaba archivos, he podido descubrir en el doble fondo de una de sus librerías, y en ausencia de doña Amalia, por supuesto, una relación de malautores, según reza en el lomo del primer archivador, y algunas muestras de sus obras.

Comenzaré por presentarles esta tarde a Luís Seoane, pintor de brocha gorda en Sangonera la Seca, y escribidor a ratos perdidos, con quien don Amancio las tuvo maduras más allá de la escritura. Serán esos malos cruces entre lo literario y lo personal, finalmente, los causantes de este ocultamiento malevo de la mayoría de los autores que no se reseñan en la primera antología.

El caso es que Luís Seoane, autor de unos panegíricos del Teniente Flomesta, y primer novio de doña Amalia, a la que dedicó un libreto titulado 26 poemas de amor truncado, no dejó de cortejar y pretender, de hacer y deshacer el amor a doña Amalia, incluso certificado ya el compromiso de esta con don Amancio. Y esto don Amancio, más allá de las justas literarias, no lo perdonó jamás. Tanto así, que durante los primeros meses de matrimonio no se abandonó a la coyunda marital y la consumación del sacramento, por temor de cargar con un vástago con más cara de Seoane que de Vespertino, al que el rostro reclamara a llanto en grito llamarlo Luís. De resultas: olvídese don Luís, se dijo don Amancio, del triunfo y la gloria, pero olvídese más de mi Amalia y que mi Amalia más lo olvide.

No era mal escritor Luís Seoane, mejor en la amatoria, a pesar de cierta tendencia al ripio y a unos finales un tanto abruptos, cuando no fuera de tono, que en la encomiástica, según la poca obra que por obra de don Amancio nos resta. De la amatoria les doy muestra, para que valoren ustedes el resquemor de don Amancio y los sentires de don Luís, cual si de la de Zorrilla se tratara. Y amaba así don Luís:


No así, Amalia, mi amor,

no así el azar lo dispuso

que fuera nuestro amor

amor al uso, mas amor

con sinsabores.

No más, Amalia, amor,

no más caído fui nunca

que en esta penumbra brusca

de encontrarme sin tu amor

y sin pasiones.

Fue en tu vientre el sabor,

fue en tus nieves mi vida,

fue en este amor a escondidas,

fue en tus besos fugaces,

fue en tus labios mi herida.

Y mañana ya no sé

si amarás Amalia la vida

si desearás Amalia los gritos

si buscarás Amalia el amor

que en tu piel de mí prendía

Porque ahora que te vas,

ahora que ya lo has dicho,

yo sé que no tendrás

tanto amor como conmigo,

tanto placer con ese bicho.

He dicho.



Por el Licenciado Lorente

miércoles, 19 de septiembre de 2007

ARTEMIO CINTIO AGUADO Y EL NIÑO PALO


ARTEMIO CINTIO AGUADO


De origen chileno y afincado en Pliego, escribe por amistad. Su padre deja a la madre antes de que Artemio nazca, fugándose con la conductora del autobús que los llevaba a ambos a la fábrica de conservas en Molina de Segura. La madre, que estaba profundamente enamorada del fugado desde que éste le demostrara su rara habilidad ejecutando sinfonías de Mozart friccionando el índice mojado de su mano derecha contra el borde de varias copas llenas de agua en diverso grado, decide permanecer casta en adelante. Perdurará en el hogar roto la pasión hacia el vidrio que el hombre le contagiara, y así Artemio crece rodeado por ingentes colecciones de vajillas y de animalitos de cristal.

En el colegio, nuestro poeta es apodado “El pies de plomo” porque, intentando hacer amigos, sólo consigue enemigos: equivoca las palabras, sólo acierta a crear malentendidos, así que debe andarse con pies de plomo. La madre, preocupada, le recomienda que fraternice con semejantes vía postal, para ahorrarse problemas, y aunque Artemio hace caso omiso, ella, harta quizás de soledad, aplica su recomendación para sí. Pronto hace amistad con gente desperdigada por todo el globo, intercambiando además, de tal forma, chucherías de cristal. Un envío de ella se rompe camino de Madagascar, y el destinatario, un viejo jesuita retirado, algo displicente y aficionado a la poesía clásica, envía una maldición redactada en tercetos encadenados con estrambote tetrasílabo cada dieciséis endecasílabos, con tal fortuna formal que, pese a la evidente intención destructiva, entusiasma a nuestro Artemio, que ve en la delicadeza con la que se engastan acentos, sílabas, catacresis y sinécdoques analogía con la de las formas de cristal que atesora su madre. Como el mismo escribirá más tarde:

Un acento es vital
para nuestra cadencia,
así un golpe es regencia
del fin en el cristal.

Con tanto giro postal, la madre entabla amistad con el empleado del servicio de correos, y de tanto ir al ídem la castidad de esta se rompe. Artemio, resentido con dicho servicio postal (era un crío, al fin y al cabo) rompe con su madre y, tras leer a Freud, decide que hay que matar al padre, la madre en este caso dado que las últimas noticias de su progenitor lo sitúan en la Selva Negra a bordo de un autobús de artesanos hippies.

Colección de sellos de Artemio que conserva el Museo de la Ciudad, erróneamente atribuidos a don Artemio Giménez.


Así, tras conseguir algo de dinero con su primer premio lírico –es importante apuntar que se presenta a dicho premio ex profeso para ello- se dirige a Madagascar para hacer alianza con el enemigo, previo aviso a éste mediante una carta donde le cuenta su historia en prolijo romance consonantado.

En el avión la azafata tropieza y le tira encima la bandeja con vasos de zumo de naranja y cervezas. Estamos en el año 1975, diversos comentaristas pueden aportar el año exacto pues fue el mismo avión en el que el futbolista Harry Adler viajó a la isla para retirarse definitivamente a pintar con los pies cuadros de expresionismo abstracto, y como todos sabemos aún no se ha promulgado la ley que obliga la presencia exclusiva de vajilla aérea de plástico en el transporte aéreo. Los vasos de vidrio, pues, se rompen a los pies de nuestro atribulado poeta, quien sufre al instante una revelación.

Junto a Eric, nuestro hombre en Madagascar que le aporta de forma generosa su extensa agenda postal , repleta de excéntricos con tiempo libre, decide fundar la “Comunidad de Vidrio” para inundar el globo con poemas escritos sobre vidrio.

El padre y su novia, que a la sazón habían acabado en un psiquiátrico holandés, y gracias a que la conductora de autobuses, negada para la artesanía, se había dedicado mientras su pareja se dedicaba a tal menester a estudiar ingeniería por correspondencia, diseñan fuelles gigantescos para soplar vidrio de dimensiones colosales. Los planos circulan pronto bajo sello y pronto se habrán construido varios de estos ingenios por cada continente. Pero el día antes del “Soplo universal”, tal y como lo denomina la “Comunidad”, Eric se arrepiente, quizás temiendo equivocadamente las nefandas consecuencias para su negocio de alpargatas –al fin y al cabo, el evento habría sido propaganda inmejorable-. De cualquier forma, denuncia a Artemio.

Para neutralizar el resto de células de la “Comunidad del Vidrio” intenta ponerse de acuerdo con la madre vía postal renovada, pero lo hace en sonetos afrancesados o alejandrinos, hecho que lleva al nuevo novio de la mujer al malentendido. Tras interceptar, desconfiado, la carta, interpreta de forma automática la forma en versos por un contenido amoroso.

De forma que nuestro fisgoneador empleado de correos acaba denunciando a todos y los arrestos masivos se suceden por todo el planeta, generándose una enorme estupefacción mediática ante el vasto alcance del proyecto, pacífico en realidad.

Gracias la publicidad, a madre monta una multinacional de figuritas de cristal, en la que los productos más demandados son ellos mismos como héroes coleccionables en diversas posturas, atuendos y colores. Artemio, temeroso una vez de los malentendidos, se aísla en una comunidad esquimal. La Academia sueca decide darle el Nóbel. En Pliego nadie sabe dónde está, y como se piensa que reniega de su tierra de adopción, se le cataloga como persona non grata en dicha población y aún en toda Murcia. Artemio, ajeno a todo ello en su nueva vecindad, escribe largos versículos surrealistas en placas de hielo que luego arroja al fuego, y entre esto y la caza de ballenas con el resto de la tribu que le ha dado acogida, en sus huecos libres, se solaza con una esquimal con la que se ha casado según ritos autóctonos y ambos procrean como conejos. O más propiamente, como morsas.



Licenciado López


EL NIÑO PALO O EL REVERSO DE ARTEMIO CINTIO AGUADO


-El 26 de mayo de 1966 en un rincón de las Américas se independiza la Guayana, un pequeño país de apenas 214.969 km2, con una longitud de costa de 459 Km y con la capital en Geortown.

El mismo año, se publica la novela del escritor cubano Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, que narra la azarosa vida de Esteban Montejo a la avanzada edad de 104 años.


En España, Francisco Gento, que integraba una de las delanteras más legendarias de toda la historia del fútbol junto a Raymond Kopa, Héctor Rial, Alfredo Di Stefano, Ferenc Puskas, en el llamado Madrid ye-yé, consigue la sexta copa de Europa para el club blanco.

Y en el patio del Liceo Francés de Molina, el mismo año y el mismo día, Juan Ibaturra, recibe un balonazo de la famosa delantera de la institución de enseñanza, cae al suelo y es atendido solamente por Artemio Cintio, quién pronto reconoce en él no a un alma gemela, sino a un contrario, a su reverso. El balón finalmente ha continuado su parábola, rebota y rompe el cristal de la ventana del comedor. Los dos alumnos son emigrantes americanos. El niño Palo, como se conocerá a Juan Ibaturra con posterioridad, procede de una familia de esclavos caribeña, asentada originalmente en la Guayana, de ahí que sus padres lo ingresen en el Liceo, huyendo de toda influencia anglosajona que pudiera calar en su vástago. Artemio, por su lado, ya lo ha dicho el licenciado López, es chileno. Los dos odian profundamente el fútbol, parece ser que en el instante de la revelación Artemio intentaba romper un cromo de Gento, al que odiaba profundamente, tal vez adelantando ese fobia por las copas que tan nefastas consecuencias tuvo en su vida, y que Gento, en la apoteosis de su carrera acumuló en unas hermanas vitrinas, copas de todos los tamaños y de todos los materiales, incluso de cristal.

Ahí están los dos. Tal vez la única vez que se verán en vida. Se miran a los ojos, se reconocen como contrarios, y de ahí, como complementarios. No se volverán a ver. Al día siguiente Juan Ibaturra, que ha dejado de responder a su nombre, no asiste al colegio. Artemio lo buscará en vano. Juan ha desarrollado, posiblemente por el impacto del balón, una curiosa patología que consiste en adoptar una extraña personalidad, la de El niño Palo. Cree, como el licenciado Vidriera, que en cualquier momento recibirá un palo que lo hará caer, de ahí que adopte este curioso nombre, tal vez, con la oscura esperanza de que nombrando a la bicha ésta no aparezca.

Sin embargo, pese a que se aleja del mundo, primero voluntariamente, después por prescripción médica, inicia una curiosa correspondencia epistolar sólo y exclusivamente con Artemio Cintio, a quién al día siguiente de su encuentro manda una postal a las señas de la institución. Estas líneas, que caben en la mitad de la tarjeta, despiertan la curiosidad de Cintio, que pronto le contestará, ya, sin embargo, en vano, como nos refiere don Amancio en sus notas.

El contenido de esa postal es importante. En varias ocasiones Artemio alude a estas líneas ante los miembros de su curiosa comunidad, que aceptan con deferencia la duplicidad negativa de El Niño Palo, alguien a quien hay que respetar como el otro lado, la mitad de la mitad. Se sabe que las recita a todas horas en los momentos críticos de su vida, y que incluso en el momento de su confesión lleva en la mano la tarjeta papiroflexada en una pajarita. Parece ser incluso que llegó a renunciar al amor de su vida por el contenido de esta tarjeta y que huyó de Madagascar igualmente por una de las alusiones que se hace en ella.

Lamentablemente no sabemos sobre qué versaba, pero tuvo que ser importante para Artemio, del que se dice que en el momento de expirar, sólo quiso la extremaunción de estas palabras, que se hizo repetir una y otra vez. Estas son las últimas palabras que oirá en su desvelo, las palabras de El Niño Palo, a quién conoció una vez en el patio del colegio, en 1966, mientras Gento se resistía al filo de las tijeras y un balón impactaba sobre la cabeza endeble de ese descendiente de cimarrones caribeños al que no volvería a ver, del que sólo tendría una vez más noticias en forma de tarjeta postal y que sin embargo tan importante fue en su vida.



Licenciado Aguilar

martes, 11 de septiembre de 2007

AMANCIO VESPERTINO: EL ANTÓLOGO

Don Amancio con su inconfundible bata, junto a la promoción de 1972 de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia.




Que no viviera en Murcia, que su biografía esté llena de saltos espaciales e incluso, si hacemos caso a las notas autobiográficas dispersas por su obra, saltos temporales, no debió ser óbice para que se le incluyera por derecho en la generación perdida murciana.

Amancio Vespertino nació en Corvera en un año impreciso, siempre después de la Guerra Civil, según los testimonios de compañeros de estudio entrevistados por el programa Gente de aquí de radio televisión murciana. Asistió a la escuela del señor Ceferino García, párroco y maestro. Pronto despuntó entre sus compañeros por una imaginación desorbitada y por su afición a contar de cualquier manera, menos de la manera correcta, los hechos sucedidos en su pobre vida de infante o en su rica imaginación de lector párvulo.

No es cierto, sin embargo, como dicen las crónicas, que recibiera ninguna beca para estudiar en el instituto de secundaria de El Palmar. Al contrario, sufrió las presiones de su familia y del propio don Ceferino, para que desistiera del estudio, al comprobarse que su afición a los libros se desaprovechaba con la misma pasión en relatos de calidad ínfima y de una obscenidad desacostumbrada.

Lejos ya de estas chiquillerías, sentó la cabeza relativamente joven. Emigró a Argentina por motivos profesionales. Allí conoció a Estanislao Cuerten y a Sofía Ocampo, el matrimonio que pese a la amistad que los unió, y según una serie de hechos nunca aclarados, presentó la decena de denuncias de distinta índole que ocasionaron su vuelta a mitad de los años setenta.

Irrumpió en el ámbito universitario de la ciudad, algo alejado ya del esplendor de los años en los que Jorge Guillén paseaba por su claustro, y quién sabe si también Nicolás Guillén, como recoge en sus notas el propio Vespertino. Tal vez coincidió con Sarrión, que lo cita en sus memorias, pero de oídas (y venidas). Dirigió durante un extraño periodo de tiempo el Aula de Expresión Escrita de dicha sede, con la fatalidad de que no asistió ningún estudiante a las dos sesiones que programó y se rumorea que a la segunda tampoco se presentó el ponente, al que igualmente se le pagó, ya que una cosa no quita para la otra en el mundo universitario.

Luego cayó en un ostracismo incomprensible. Quizás su proyecto de enviar una antología de poemas de autores murcianos a la luna asustó a sus contemporáneos. De ese proyecto, que se cristalizó en la Sele-cción de poetas noctámbulos, hemos rescatado a esta nómina de escritores, que como el propio Amancio, vivieron en un injusto silencio editorial, tal como recoge en sus propias palabras: “Caímos en la sombra de un árbol, / después nos cayó el árbol encima”.

Licenciado Aguilar



Sobre otro AMANCIO VESPERTINO

De acuerdo con conversaciones directas con D. Amancio y habida cuenta de ciertos documentos que están en mi poder, de los que soy depositario y albacea por mandato expreso de Amalia, su última mujer, algunos de los datos recogidos por D. Antonio Aguilar son inexactos, cuando no solapadamente malintencionados.

Ni D. Amancio se hospedó en casa de Estanislao y Sofía, cuando su estancia en Argentina, ni aquellos le interpusieron denuncia alguna, puesto que poco trato medió con ellos, más allá de breves conversaciones de compromiso en la antesala del ciclo de lecturas y conferencias que organizaba Uslar Pietri cada tres meses en el Circulo Bonaerense. Que ellos propalaran este rumor para hacerse notar no merece reseña en su biografía, salvo por mor de infundio y maledicencia. El Licenciado Aguilar sabrá que propósitos lo mueven. Seguro que D. Amancio no se vería sorprendido, acostumbrado como estuvo a las malas artes de las angostas cocinas literarias de su terruño murciano, que siempre silenciaron la magnitud de su obra y la irrefutable calidad de sus escritos.

Este fue su propósito primero. Rendir justicia a quienes, como él, perdieron nombre y obra en el silencio de los antólogos. Así que tomó manta y calle y carretera, para entrevistarse con los escritores que, como él, sólo habían podido hacerse ver en el poema introductorio de los programas de las fiestas patronales y cuya única lectura pública había sido, en la mayoría de los casos, la del pregón de su pueblo. Por supuesto, ni él ni ellos, y aquí singular y plural se cogen de la mano, aparecieron jamás en la nómina de autores murcianos de las antologías de Salvador Gironés, Roque Lallana o Paco Gros, los jurisconsultos de la escritura local.

En la de D. Amancio sí. En su antología, con él a la cabeza, rindiendo justicia a todos ellos en la introducción, cada uno podría alardear ya para siempre de no una página sino dos, cuando no tres, precedidas de una breve reseña biográfica y la exaltación en negrita y cuerpo 16 de la línea o verso que cada uno considerara el mejor de su obra. Lastima que esta antología jamás viera la luz y que sólo el Licenciado Aguilar, de cuyas intenciones les prevengo, y este servidor, hayamos podido disfrutarla. Llegado es el momento de darla al deleite común.

Para empezar, sepan que Amancio Vespertino, D. Amancio siempre para mí, es autor de un sinnúmero de poemas en la mayor variedad de los estilos, desde el automatismo de los surrealistas, que finalmente desdeñó, pasando por los poemas visuales al modo Apollinaire, de los que llegaron a publicarle uno, El cisne autocrítico, en Beau Art, la prestigiosa revista parisina, pero de lo que no se recogió noticia en la prensa murciana, hasta una colección de poemas intimistas, crudos si no rudos, que guardaba con el celo de quien se sabe en posesión de una obra para siempre, y que tanto Amalia como yo, con el asesoramiento, bien que sospechoso, de Aguilar, nos hemos empeñado en publicar.

Donde las horas de luz caen temblando hacia lo oscuro

es el verso que D. Amancio más amaba de cuantos hubo escrito, y con él damos fin a esta entrega y les emplazamos a la siguiente. Esperemos que las luchas intestinas por la fama entre los que nos ocupamos en este rescate de legajos no condene y menoscabe la de aquellos por los que D. Amancio tantas suelas quemó.


El Licenciado Lorente





miércoles, 11 de abril de 2007

DON AMANCIO VESPERTINO

Los licenciados Lorente, Aguilar y López os dan la bienvenida al mundo de don Amancio Vespertino.