miércoles, 19 de septiembre de 2007

ARTEMIO CINTIO AGUADO Y EL NIÑO PALO


ARTEMIO CINTIO AGUADO


De origen chileno y afincado en Pliego, escribe por amistad. Su padre deja a la madre antes de que Artemio nazca, fugándose con la conductora del autobús que los llevaba a ambos a la fábrica de conservas en Molina de Segura. La madre, que estaba profundamente enamorada del fugado desde que éste le demostrara su rara habilidad ejecutando sinfonías de Mozart friccionando el índice mojado de su mano derecha contra el borde de varias copas llenas de agua en diverso grado, decide permanecer casta en adelante. Perdurará en el hogar roto la pasión hacia el vidrio que el hombre le contagiara, y así Artemio crece rodeado por ingentes colecciones de vajillas y de animalitos de cristal.

En el colegio, nuestro poeta es apodado “El pies de plomo” porque, intentando hacer amigos, sólo consigue enemigos: equivoca las palabras, sólo acierta a crear malentendidos, así que debe andarse con pies de plomo. La madre, preocupada, le recomienda que fraternice con semejantes vía postal, para ahorrarse problemas, y aunque Artemio hace caso omiso, ella, harta quizás de soledad, aplica su recomendación para sí. Pronto hace amistad con gente desperdigada por todo el globo, intercambiando además, de tal forma, chucherías de cristal. Un envío de ella se rompe camino de Madagascar, y el destinatario, un viejo jesuita retirado, algo displicente y aficionado a la poesía clásica, envía una maldición redactada en tercetos encadenados con estrambote tetrasílabo cada dieciséis endecasílabos, con tal fortuna formal que, pese a la evidente intención destructiva, entusiasma a nuestro Artemio, que ve en la delicadeza con la que se engastan acentos, sílabas, catacresis y sinécdoques analogía con la de las formas de cristal que atesora su madre. Como el mismo escribirá más tarde:

Un acento es vital
para nuestra cadencia,
así un golpe es regencia
del fin en el cristal.

Con tanto giro postal, la madre entabla amistad con el empleado del servicio de correos, y de tanto ir al ídem la castidad de esta se rompe. Artemio, resentido con dicho servicio postal (era un crío, al fin y al cabo) rompe con su madre y, tras leer a Freud, decide que hay que matar al padre, la madre en este caso dado que las últimas noticias de su progenitor lo sitúan en la Selva Negra a bordo de un autobús de artesanos hippies.

Colección de sellos de Artemio que conserva el Museo de la Ciudad, erróneamente atribuidos a don Artemio Giménez.


Así, tras conseguir algo de dinero con su primer premio lírico –es importante apuntar que se presenta a dicho premio ex profeso para ello- se dirige a Madagascar para hacer alianza con el enemigo, previo aviso a éste mediante una carta donde le cuenta su historia en prolijo romance consonantado.

En el avión la azafata tropieza y le tira encima la bandeja con vasos de zumo de naranja y cervezas. Estamos en el año 1975, diversos comentaristas pueden aportar el año exacto pues fue el mismo avión en el que el futbolista Harry Adler viajó a la isla para retirarse definitivamente a pintar con los pies cuadros de expresionismo abstracto, y como todos sabemos aún no se ha promulgado la ley que obliga la presencia exclusiva de vajilla aérea de plástico en el transporte aéreo. Los vasos de vidrio, pues, se rompen a los pies de nuestro atribulado poeta, quien sufre al instante una revelación.

Junto a Eric, nuestro hombre en Madagascar que le aporta de forma generosa su extensa agenda postal , repleta de excéntricos con tiempo libre, decide fundar la “Comunidad de Vidrio” para inundar el globo con poemas escritos sobre vidrio.

El padre y su novia, que a la sazón habían acabado en un psiquiátrico holandés, y gracias a que la conductora de autobuses, negada para la artesanía, se había dedicado mientras su pareja se dedicaba a tal menester a estudiar ingeniería por correspondencia, diseñan fuelles gigantescos para soplar vidrio de dimensiones colosales. Los planos circulan pronto bajo sello y pronto se habrán construido varios de estos ingenios por cada continente. Pero el día antes del “Soplo universal”, tal y como lo denomina la “Comunidad”, Eric se arrepiente, quizás temiendo equivocadamente las nefandas consecuencias para su negocio de alpargatas –al fin y al cabo, el evento habría sido propaganda inmejorable-. De cualquier forma, denuncia a Artemio.

Para neutralizar el resto de células de la “Comunidad del Vidrio” intenta ponerse de acuerdo con la madre vía postal renovada, pero lo hace en sonetos afrancesados o alejandrinos, hecho que lleva al nuevo novio de la mujer al malentendido. Tras interceptar, desconfiado, la carta, interpreta de forma automática la forma en versos por un contenido amoroso.

De forma que nuestro fisgoneador empleado de correos acaba denunciando a todos y los arrestos masivos se suceden por todo el planeta, generándose una enorme estupefacción mediática ante el vasto alcance del proyecto, pacífico en realidad.

Gracias la publicidad, a madre monta una multinacional de figuritas de cristal, en la que los productos más demandados son ellos mismos como héroes coleccionables en diversas posturas, atuendos y colores. Artemio, temeroso una vez de los malentendidos, se aísla en una comunidad esquimal. La Academia sueca decide darle el Nóbel. En Pliego nadie sabe dónde está, y como se piensa que reniega de su tierra de adopción, se le cataloga como persona non grata en dicha población y aún en toda Murcia. Artemio, ajeno a todo ello en su nueva vecindad, escribe largos versículos surrealistas en placas de hielo que luego arroja al fuego, y entre esto y la caza de ballenas con el resto de la tribu que le ha dado acogida, en sus huecos libres, se solaza con una esquimal con la que se ha casado según ritos autóctonos y ambos procrean como conejos. O más propiamente, como morsas.



Licenciado López


EL NIÑO PALO O EL REVERSO DE ARTEMIO CINTIO AGUADO


-El 26 de mayo de 1966 en un rincón de las Américas se independiza la Guayana, un pequeño país de apenas 214.969 km2, con una longitud de costa de 459 Km y con la capital en Geortown.

El mismo año, se publica la novela del escritor cubano Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, que narra la azarosa vida de Esteban Montejo a la avanzada edad de 104 años.


En España, Francisco Gento, que integraba una de las delanteras más legendarias de toda la historia del fútbol junto a Raymond Kopa, Héctor Rial, Alfredo Di Stefano, Ferenc Puskas, en el llamado Madrid ye-yé, consigue la sexta copa de Europa para el club blanco.

Y en el patio del Liceo Francés de Molina, el mismo año y el mismo día, Juan Ibaturra, recibe un balonazo de la famosa delantera de la institución de enseñanza, cae al suelo y es atendido solamente por Artemio Cintio, quién pronto reconoce en él no a un alma gemela, sino a un contrario, a su reverso. El balón finalmente ha continuado su parábola, rebota y rompe el cristal de la ventana del comedor. Los dos alumnos son emigrantes americanos. El niño Palo, como se conocerá a Juan Ibaturra con posterioridad, procede de una familia de esclavos caribeña, asentada originalmente en la Guayana, de ahí que sus padres lo ingresen en el Liceo, huyendo de toda influencia anglosajona que pudiera calar en su vástago. Artemio, por su lado, ya lo ha dicho el licenciado López, es chileno. Los dos odian profundamente el fútbol, parece ser que en el instante de la revelación Artemio intentaba romper un cromo de Gento, al que odiaba profundamente, tal vez adelantando ese fobia por las copas que tan nefastas consecuencias tuvo en su vida, y que Gento, en la apoteosis de su carrera acumuló en unas hermanas vitrinas, copas de todos los tamaños y de todos los materiales, incluso de cristal.

Ahí están los dos. Tal vez la única vez que se verán en vida. Se miran a los ojos, se reconocen como contrarios, y de ahí, como complementarios. No se volverán a ver. Al día siguiente Juan Ibaturra, que ha dejado de responder a su nombre, no asiste al colegio. Artemio lo buscará en vano. Juan ha desarrollado, posiblemente por el impacto del balón, una curiosa patología que consiste en adoptar una extraña personalidad, la de El niño Palo. Cree, como el licenciado Vidriera, que en cualquier momento recibirá un palo que lo hará caer, de ahí que adopte este curioso nombre, tal vez, con la oscura esperanza de que nombrando a la bicha ésta no aparezca.

Sin embargo, pese a que se aleja del mundo, primero voluntariamente, después por prescripción médica, inicia una curiosa correspondencia epistolar sólo y exclusivamente con Artemio Cintio, a quién al día siguiente de su encuentro manda una postal a las señas de la institución. Estas líneas, que caben en la mitad de la tarjeta, despiertan la curiosidad de Cintio, que pronto le contestará, ya, sin embargo, en vano, como nos refiere don Amancio en sus notas.

El contenido de esa postal es importante. En varias ocasiones Artemio alude a estas líneas ante los miembros de su curiosa comunidad, que aceptan con deferencia la duplicidad negativa de El Niño Palo, alguien a quien hay que respetar como el otro lado, la mitad de la mitad. Se sabe que las recita a todas horas en los momentos críticos de su vida, y que incluso en el momento de su confesión lleva en la mano la tarjeta papiroflexada en una pajarita. Parece ser incluso que llegó a renunciar al amor de su vida por el contenido de esta tarjeta y que huyó de Madagascar igualmente por una de las alusiones que se hace en ella.

Lamentablemente no sabemos sobre qué versaba, pero tuvo que ser importante para Artemio, del que se dice que en el momento de expirar, sólo quiso la extremaunción de estas palabras, que se hizo repetir una y otra vez. Estas son las últimas palabras que oirá en su desvelo, las palabras de El Niño Palo, a quién conoció una vez en el patio del colegio, en 1966, mientras Gento se resistía al filo de las tijeras y un balón impactaba sobre la cabeza endeble de ese descendiente de cimarrones caribeños al que no volvería a ver, del que sólo tendría una vez más noticias en forma de tarjeta postal y que sin embargo tan importante fue en su vida.



Licenciado Aguilar

martes, 11 de septiembre de 2007

AMANCIO VESPERTINO: EL ANTÓLOGO

Don Amancio con su inconfundible bata, junto a la promoción de 1972 de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia.




Que no viviera en Murcia, que su biografía esté llena de saltos espaciales e incluso, si hacemos caso a las notas autobiográficas dispersas por su obra, saltos temporales, no debió ser óbice para que se le incluyera por derecho en la generación perdida murciana.

Amancio Vespertino nació en Corvera en un año impreciso, siempre después de la Guerra Civil, según los testimonios de compañeros de estudio entrevistados por el programa Gente de aquí de radio televisión murciana. Asistió a la escuela del señor Ceferino García, párroco y maestro. Pronto despuntó entre sus compañeros por una imaginación desorbitada y por su afición a contar de cualquier manera, menos de la manera correcta, los hechos sucedidos en su pobre vida de infante o en su rica imaginación de lector párvulo.

No es cierto, sin embargo, como dicen las crónicas, que recibiera ninguna beca para estudiar en el instituto de secundaria de El Palmar. Al contrario, sufrió las presiones de su familia y del propio don Ceferino, para que desistiera del estudio, al comprobarse que su afición a los libros se desaprovechaba con la misma pasión en relatos de calidad ínfima y de una obscenidad desacostumbrada.

Lejos ya de estas chiquillerías, sentó la cabeza relativamente joven. Emigró a Argentina por motivos profesionales. Allí conoció a Estanislao Cuerten y a Sofía Ocampo, el matrimonio que pese a la amistad que los unió, y según una serie de hechos nunca aclarados, presentó la decena de denuncias de distinta índole que ocasionaron su vuelta a mitad de los años setenta.

Irrumpió en el ámbito universitario de la ciudad, algo alejado ya del esplendor de los años en los que Jorge Guillén paseaba por su claustro, y quién sabe si también Nicolás Guillén, como recoge en sus notas el propio Vespertino. Tal vez coincidió con Sarrión, que lo cita en sus memorias, pero de oídas (y venidas). Dirigió durante un extraño periodo de tiempo el Aula de Expresión Escrita de dicha sede, con la fatalidad de que no asistió ningún estudiante a las dos sesiones que programó y se rumorea que a la segunda tampoco se presentó el ponente, al que igualmente se le pagó, ya que una cosa no quita para la otra en el mundo universitario.

Luego cayó en un ostracismo incomprensible. Quizás su proyecto de enviar una antología de poemas de autores murcianos a la luna asustó a sus contemporáneos. De ese proyecto, que se cristalizó en la Sele-cción de poetas noctámbulos, hemos rescatado a esta nómina de escritores, que como el propio Amancio, vivieron en un injusto silencio editorial, tal como recoge en sus propias palabras: “Caímos en la sombra de un árbol, / después nos cayó el árbol encima”.

Licenciado Aguilar



Sobre otro AMANCIO VESPERTINO

De acuerdo con conversaciones directas con D. Amancio y habida cuenta de ciertos documentos que están en mi poder, de los que soy depositario y albacea por mandato expreso de Amalia, su última mujer, algunos de los datos recogidos por D. Antonio Aguilar son inexactos, cuando no solapadamente malintencionados.

Ni D. Amancio se hospedó en casa de Estanislao y Sofía, cuando su estancia en Argentina, ni aquellos le interpusieron denuncia alguna, puesto que poco trato medió con ellos, más allá de breves conversaciones de compromiso en la antesala del ciclo de lecturas y conferencias que organizaba Uslar Pietri cada tres meses en el Circulo Bonaerense. Que ellos propalaran este rumor para hacerse notar no merece reseña en su biografía, salvo por mor de infundio y maledicencia. El Licenciado Aguilar sabrá que propósitos lo mueven. Seguro que D. Amancio no se vería sorprendido, acostumbrado como estuvo a las malas artes de las angostas cocinas literarias de su terruño murciano, que siempre silenciaron la magnitud de su obra y la irrefutable calidad de sus escritos.

Este fue su propósito primero. Rendir justicia a quienes, como él, perdieron nombre y obra en el silencio de los antólogos. Así que tomó manta y calle y carretera, para entrevistarse con los escritores que, como él, sólo habían podido hacerse ver en el poema introductorio de los programas de las fiestas patronales y cuya única lectura pública había sido, en la mayoría de los casos, la del pregón de su pueblo. Por supuesto, ni él ni ellos, y aquí singular y plural se cogen de la mano, aparecieron jamás en la nómina de autores murcianos de las antologías de Salvador Gironés, Roque Lallana o Paco Gros, los jurisconsultos de la escritura local.

En la de D. Amancio sí. En su antología, con él a la cabeza, rindiendo justicia a todos ellos en la introducción, cada uno podría alardear ya para siempre de no una página sino dos, cuando no tres, precedidas de una breve reseña biográfica y la exaltación en negrita y cuerpo 16 de la línea o verso que cada uno considerara el mejor de su obra. Lastima que esta antología jamás viera la luz y que sólo el Licenciado Aguilar, de cuyas intenciones les prevengo, y este servidor, hayamos podido disfrutarla. Llegado es el momento de darla al deleite común.

Para empezar, sepan que Amancio Vespertino, D. Amancio siempre para mí, es autor de un sinnúmero de poemas en la mayor variedad de los estilos, desde el automatismo de los surrealistas, que finalmente desdeñó, pasando por los poemas visuales al modo Apollinaire, de los que llegaron a publicarle uno, El cisne autocrítico, en Beau Art, la prestigiosa revista parisina, pero de lo que no se recogió noticia en la prensa murciana, hasta una colección de poemas intimistas, crudos si no rudos, que guardaba con el celo de quien se sabe en posesión de una obra para siempre, y que tanto Amalia como yo, con el asesoramiento, bien que sospechoso, de Aguilar, nos hemos empeñado en publicar.

Donde las horas de luz caen temblando hacia lo oscuro

es el verso que D. Amancio más amaba de cuantos hubo escrito, y con él damos fin a esta entrega y les emplazamos a la siguiente. Esperemos que las luchas intestinas por la fama entre los que nos ocupamos en este rescate de legajos no condene y menoscabe la de aquellos por los que D. Amancio tantas suelas quemó.


El Licenciado Lorente