jueves, 1 de noviembre de 2007

PALMIRO GARCÍA

DEDICATORIAS...

A los doce años, Palmiro tomó la determinación de ser escritor, pero no lo fue. De antes, de unos años antes, se cuenta la anécdota del niño diciendo, a quien lo escuchara, que de mayor quería ser, y en ese instante engolaba la voz, “ingeniero” y “poeta”. Como si de un binomio fantástico de Gilberto Sánchez, se tratase. La verdad es que nunca supo suscitar la atención de los otros. Su obra obviamente tampoco. Ni de pequeño, ni de joven, ni aún de adulto.

Tenía todo lo necesario, orientó su vida –como aconseja Rilke en sus Cartas a un joven poeta- para ser escritor: frecuentaba tertulias, recitales, saraos literarios, a veces en busca de una cena frugal pero gratis, otras con la intención de conocer a algún editor, o a algún escritor de quien copiar ademanes, tics o expresiones que sin duda revelarían la verdadera naturaleza del artista. De esa época de efervescencia “literaria” –entrecomillamos- viene su impostura de afirmar que sufría un trastorno bipolar, que sólo él -el trastorno- en sí mismo, justificaba con creces sus grandes dotes para la mentira artística y mágica de la creación sin ambages.
Antonio Machado, poeta al que
admiró profundamente Palmiro.

Que lo único que conservó don Amancio de Palmiro García fuesen unas cuatro libretas moneskine negras llenas de garabatos, se explica desde esa obsesión por el mundo circundante de los escritores. Cuatro libretas donde no hay ni un solo texto literario, pero llenas, a veces con ternura, otras con una maldad propia sólo de los tontos, de infinidad de dedicatorias. Quien lo conoció sabe que intentó escribir, pero que sólo llegó a esbozar estas líneas.
Don Amancio en su bondad de crítico piadoso quiso creer y creyó en estas palabras con una fe literaria, hasta el punto de que preparó para su antología algunos de los textos que Palmiro escribe pensando en los futuros destinatarios de sus libros, como el que prepara para su amigo Diego Morales, profesor de francés, al que le espeta: “Querido y buen amigo, que estas líneas no se adelgacen en el futuro, que por el contrario sigan como tú”. Parece ser que el señor Morales, algo tendente al sobrepeso, pero de figura esbelta y saludable, le retiró el saludo cuando se le refirió estas alusiones, de alguna manera insidiosas, hacia su persona. O esas líneas que prepara para lo que podría haber sido su primer libro de poemas (de haberlo escrito) y que tienen como destinataria a su querida esposa en el día de su cumpleaños: “Estas palabras nacen de ti, pero obviamente te sobrepasarán. Piensa en Ronsard, tú mi Elena, algo ya encorvada leyendo mis poemas”. No creemos ni que la rima interna sea fortuita ni que a su señora le hiciese gracia la alusión al poeta de la Pléyade, aunque sí sabemos que terminó solo tal vez como resultado de su extraña dedicación.

Así continúan sus cuadernos. Frases como “Que encontréis en estas páginas la belleza que no conocéis”, “Amigos mío, afortunados” o “Ejemplos y faro de mis letras” que prepara para un grupo de conocidos como futura dedicatoria del libro futurible de semblanzas Chulas y proxenetas.

Cosas así, que pudieron disculparle y que le disculparon, efectivamente, con el silencio justo que pone a cada uno en su sitio.



El licenciado Aguilar

_______________________________

ORÍGENES...

PALMIRO GARCÍA nace en el seno de una familia dividida: si su madre es forofa furibunda del Betis, su padre, no menos furibundo, lo es del Barça. Si asisten con el pequeño a algún partido en la ciudad condal, mientras el padre jalea y grita ella hace ganchillo impasible y responde a los goles azulgranas con gesto de desprecio mientras sigue su labor. En la capital hispalense, mientras ella se desgañita, el ganchillo, el desprecio y etcétera lo hace el marido. Aunque la practiquen de espaldas el uno al otro, es su única labor común: se conocieron en un curso de la Universidad Popular de su pueblo. Un curso de ganchillo.

Una tarde, intentando alcanzar una caja de galletas y encaramándose con dificultad a un armario de la cocina, a Palmiro se le viene encima un enorme canastillo situado en precario equilibrio en la parte más alta; el chico es sepultado bajo toneladas de tapetes, cortinillas de encaje y una larguísima variedad de ropa interior, toda de ganchillo y toda similarmente incómoda por lo que pica en contacto con la delicada piel a la que está destinada cubrir: una de las prendas que de forma más frecuente se preparan y regalan los cónyuges el uno a el otro.

En estado de shock, nuestro poeta atraviesa un macabro sueño avanzando por un túnel constituido por un enorme tejido de hilos blancos, telaraña inmensa, siniestra por la densidad que alcanzan en ella los pespuntes del ganchillo, clastrofóbica por su escaso diámetro. Pronto ve una luz que le guía a un previsible final, y la luz consiste en una visión que le perturba: en un tranquilo huerto y bajo profusión de palmeras ve a sus padres muy jóvenes; se abrazan dejando olvidados a sus pies, cerca de sus cuerpos yacentes, en la hierba y a la sombra de las palmas, bolillos, largas agujas, carretes de hilo y otros enseres para hilar. Palmiro aparta los ojos ante el inédito espectáculo y la progresiva torridez de la escena: comprende que ha regresado al pasado y presencia el momento previo a su concepción.

Los sopapos de la madre y el vinagre del padre lo traen de vuelta a la cocina. Pero él ha traído a la luz de lo normal y el día una visión trascendente: ha viajado al más allá para traer consigo, así lo considera, la clave para salvar el amor entre sus padres. Esa noche confirma la teoría de su misión al levantarse de la cama para ir al baño: desde el pasillo ve que pasan por televisor una película de ciencia-ficción con fama de abstracta e incomprensible. Sus padres se hallan uno a cada lado de la sala, como acostumbran: lo más lejos posible el uno del otro. Ella en su mecedora pegada al hueco de la escalera descendente, al fondo oeste del salón: un meneo con algo más de arco en el trasto móvil heredado de alguna abuela la precipitaría escalones abajo hasta el sótano. El padre, encaramado a la ventana que da al oriente y con medio cuerpo fuera, exhala hacia la calle el humo de uno de esos cigarrillos que ella detesta.

Entonces ve Palmiro una de las escenas finales de la película 2001: un niño fetal orbitando en torno a la nada, el mismo vacío, piensa por ejemplo, que separa a sus padres. Identificado con ese muñeco cabezón fruto de los efectos especiales, entiende que la clave de salvación del vacío es él mismo.

Como fuera de esa escena reveladora el resto del film es incomprensible, decide practicar un género igualmente incomprensible, pero que el confía terapéutico para sus progenitores: la poesía. Escribe trescientos sonetos absurdos e imposibles. El estupor de sus padres, que por otra parte no habían pasado, en sus lecturas, del Pronto (y sólo cuando regalaban pegatinas de V), los lleva con el crío y sus folios a la consulta del psiquiatra. El facultado, a la sazón admirador de la tradición lírica neoclásica, ante el despropósito lírico sugiere internamiento.

En su confinamiento, Palmiro contempla un día un partido de fútbol que acaba antes de la primera parte con el personal del centro y los enfermos envueltos en una descomunal trifulca. Entiende el suceso como segunda revelación: entretejiendo metáforas e hilando versos salvará aquello que su propia casa o la pista de deportes del psiquiátrico metaforizan a la perfección: el mundo.

Para aprender las artes poéticas cursa por correspondencia estudios de ingeniería, pues quiere para su proyecto mecanismos de ciencias experimentales y prácticas que actúen sobre el mundo. Los mecanismos en rigor líricos decide aprenderlos en tertulias, recitales y demás saraos de una vida literaria sobre la que he leído en gastados volúmenes decimonónicos conservados en la biblioteca del sanatorio.

Una vez es licenciado en su carrera universitaria y licenciado también, al poco tiempo, en cordura, se encamina al abordaje de cafeterías y todos aquellos lugares donde sospecha pudiera esconderse el numen creativo. Los testimonios en esta época de su vida son confusos, pero parece que una vez, emocionado al encontrar al fin un bar que parece de artistas tras deambular por innumerables garitos de macarreo y modernez o de ambas cosas, decide convertirlo en vivienda propia. Algunas personas que le han cogido cariño intentan que deponga su actitud mientras la policía viene en camino para desalojarlo de la habitación de las bombonas de gas para los grifos de cerveza.

Años más tarde lo encontraremos mal casado y con amigos dudosos, ha engordado veinte kilos y escrito miles de versos que nadie ha escuchado o leído. Convencido por su entorno de que no debe salvar al mundo sino más bien tomarse las cosas, en general, con más humor, parece que se da un giro de timón en su producción: terco en sus propósitos redentores, cifra ahora en el choteo y el chascarrillo su piedra filosofal. Transmutación, sí, pero ¿salvación?

Las muestras de dicho cambio coinciden en mis investigaciones con las aportadas por mis compañeros como maldades; yo debo decir que no son más que torpes balbuceos de su recién estrenado sentido del humor, o lo que Palmiro entendía por éste. Mas dichas muestras decrecen con el tiempo, al igual que la salud de su mujer, que no estaba para chistes malos. En sus últimos días, viudo y ya de vuelta en su pueblo, logra dar su primer recital lírico en el todo a cien de su prima: lee tres sonetos que aún conserva de su infancia y una reciente súplica en tercetos encadenados al ayuntamiento, como respuesta a unas requisitoria de embargo de la casa que sus padres, al morir, le dejaban en herencia.

Ante el atribulado auditorio –tres señoras mayores con problemas de oído y un señor de edad también que las viene siguiendo desde que las vio y las piropeó sin éxito, y lo sigue haciendo terco desde que abandonara la terraza de un bar y dejara a medias su tercer chinchón-. La obesa tía de Palmiro, copropietaria con su hija del local, tropieza con la columna de utillaje de plástico para cocina que se amontona hasta el techo al ver a su sobrino declamando versos subido a uno de los enganches para hules y manteles de plástico.

Una vez se calma el estropicio de cacharros Palmiro, desde la alturas, y dando por concluido el recital, proclama hierático: “Gracias a todos por venir, y si vengo gracias que a lo mejor no lo hago”.

“Ni falta que te hacía”, gritó la prima. Vivió con ellas el resto de sus días. Por las mañanas se apostaba con una mesa y una silla de playa en una esquina frente a la tienda, escribiendo pareados amorosos por encargo a diez céntimos.


El licenciado López

No hay comentarios: